No son pocas las religiones que se constituyen en torno a la próxima y esperada llegada de un mesías. Este mesías vendría, lógicamente, a liberar a sus fieles del sufrimiento, aflicción, dolor, pobreza, etcétera y los llevaría (en la mayoría de los casos) a una vida eterna donde encontrarán felicidad, gozo, satisfacción y plenitud.
Lógicamente, las religiones viven de sus fieles, quienes libremente adoptan sus creencias y, en la mayoría de los casos, obedecen sus mandamientos.
En estos tiempos hemos visto el surgimiento de un nuevo culto que, prácticamente, con la misma promesa de todos aquellos que han existido a lo largo de la historia humana, ofrece liberación de cadenas de opresión, vida en comunión, dicha y riqueza (espiritual). Este nuevo dogma, difundido por buena parte de los distintos estamentos del Estado, medios de comunicación y centros de estudios superiores, es claramente, el culto al emprendimiento.
Como en muchas otras expresiones de la fe, conviven en este culto instituciones bien intencionadas, que están en búsqueda de nuevos fieles, con distintos grupos de poder (con intenciones algo más espurias) que ven en cada nuevo devoto la posibilidad de preservación y cuidado de sus propios intereses y un grupo de predicadores que, más que convertir infieles, buscan beneficiarse de la espiritualidad y —por qué no decirlo— ingenuidad de algunos creyentes. Estos pastores pillines, pillines andan vendiendo a quienes aspiran a una “libertad financiera” o a «ser su propio jefe» la salvación eterna en la forma de cursos o talleres que si no son derechamente esquemas Ponzi, los bordean peligrosamente. Lamentablemente un número no menor de nuevos conversos (especialmente en el segmento joven) se ve atraído a esta nueva religión justamente por el evangelio que estos últimos promueven.
Su prédica es sencilla y, por lo tanto, efectiva: “Tú puedes lograrlo”, “Todo está en ti”, “El éxito es solo perseverancia” y, por supuesto, los mantras más repetidos: «Sal de tu zona de confort» y «no le tengas miedo al éxito». A falta de argumentos más sólidos o con validación empírica, basta murmurar estas frases como letanías, acompañadas de música motivacional y alguna cita trucha de Steve Jobs o Elon Musk, para que los devotos entren en trance y alcen sus manos al cielo convencidos de que cada día están más cerca del nirvana.
Las liturgias se repiten semana a semana en coworks, seminarios, webinars y eventos de innovación, donde, con entusiasmo casi pentecostal, se aplauden pitchs de negocios que prometen salvar al planeta mientras generan retornos de dos dígitos y usan palabras como “disruptivo”, “triple impacto» o «crecimiento exponencial» con una fe digna de Lázaro. No importa si el proyecto resuelve un problema real o si la app es apenas un Power Point con bellos íconos. Lo importante es solo una cosa: “creer en uno mismo”.
Este culto también tiene sus mandamientos y en consecuencia, pecados capitales. El peor de todos: dudar. Dudar del modelo, del mercado, de uno mismo. El que duda es un hereje. Y como tal, debe ser corregido. Porque, una vez convertido, si tu emprendimiento fracasa no es porque tu modelo de negocio esté mal diseñado o nunca fue validado o porque el financiamiento sea inaccesible o la competencia brutal. Es porque no te levantaste a las 5 a.m., no decretaste tu propósito o no visualizaste tu éxito lo suficiente. Este dogma traslada toda la responsabilidad al creyente. Si lo logras, el mérito es del sistema; si fallas, el problema eres tú. Una lógica tan cruel como eficaz para mantener la fe intacta y eximir de toda crítica a las reglas del juego.
Y como toda religión necesita santos y mártires, ésta también tiene los suyos. Figuras que construyeron su empresa desde un garage (aunque el garage era en California y la inversión, familiar), que cometieron errores (pero siempre con red de seguridad) o que alguna vez «fracasaron» (pero volvieron a surgir desde las cenizas amparados en pura resiliencia) quienes hoy predican desde sus púlpitos de LinkedIn con humildad impostada y relatos empaquetados para «charlas motivacionales».
La promesa de salvación que ofrece este evangelio empresarial se camufla como movilidad social, pero rara vez cuestiona las estructuras que la hacen casi una quimera. Nos dice que podemos escapar del sistema, cuando en realidad nos invita a adaptarnos con entusiasmo a sus reglas: ser tu propio jefe (pero sin contrato), perseguir tus sueños (aunque estés hipotecando tu bienestar) y encontrar la plenitud (siempre ajustada al éxito económico).
El emprendimiento en su forma más pura puede ser creativo, transformador, incluso emancipador y, ciertamente, una herramienta para el progreso económico, tanto individual como colectivo. Pero en su forma canonizada se ha vuelto un mecanismo de control disfrazado de oportunidad. Un placebo ideológico que promete éxito en medio de un sistema que para la gran mayoría ofrece solo supervivencia.
No se trata claro, de reducir o negar su valor o impacto. Hay miles de iniciativas valiosas que resuelven problemas reales, crean valor, generan empleo y promueven la innovación. Pero cuando el emprendimiento se transforma en ideología, cuando se vuelve dogma y la única vía de progreso, el resultado es una teología empresarial tan excluyente como cualquier religión fundamentalista.
En esta nueva fe, los milagros se prometen, pero rara vez llegan. El diezmo se paga en cuotas a consultores y plataformas de e-learning. Y el cielo prometido, ese que lamentablemente muchos de los nuevos fieles andan buscando, aquel en el que “trabajas desde la playa mientras tu dinero crece solo”, se abre prácticamente para ninguno.
Por eso, antes de gritar otro “¡Aleluya!” en la próxima cumbre de la ASECH, conviene hacerse preguntas simples pero urgentes: ¿quién gana con esta prédica? ¿A quién le conviene que creamos que todo depende solo de nosotros? ¿Y cuál es el precio de mantenernos fieles a esta religión que canoniza el éxito individual?
Porque no hay salvación sin crítica. Y el emprendimiento, si de verdad quiere liberar, tendrá que dejar de ser prédica para conversos y empezar a hablar el lenguaje —profano, pero necesario— del pensamiento crítico.
Amén.