Fue en 1992 cuando Francis Fukuyama, el célebre politólogo norteamericano, decretó con la audacia y la arrogancia propia de los intelectuales «El Fin de la Historia», según él, la historia humana como lucha entre ideologías había concluido, dando inicio a un mundo basado en una política y economía de libre mercado, las que se habían impuesto tras la caída de los regímenes comunistas, lo que el autor denominaba utopías tras el fin de la Guerra Fría.
A modo muy simple, Fukuyama proponía que el mundo iniciaría un período de prosperidad vinculado a la libertad económica, la globalización, la integración de las economías, los tratados de libre comercio, el libre tránsito de las personas entre los países, etc.
Osea, prácticamente un mundo sin fronteras, donde iba ser casi irrelevante el país de origen de cada individuo-consumidor, siendo esta última, su dimensión más importante.
Hasta que llegó la crisis en Europa y varios de los miembros de la Comunidad Económica, culparon a la integración, de todos los males de sus economías, amenazando además, con retirarse de la misma. Y luego el Brexit y luego Trump.
¿Diciendo qué?
Justamente todo lo contrario, –«Cerremos las fronteras»-, de hecho, su discurso era construir un muro, así, literalmente un muro con ladrillos y cemento, –«Protejamos la economía, deroguemos los tratados de libre comercio, traigamos las fábricas nuevamente a nuestras ciudades, etc.»-
Un discurso que sólo puede calificarse como de proteccionista.
Una premisa básica en el desarrollo de la cultura humana supone que muchas veces dos valores fundamentales se ven enfrentados en disputa: la Libertad y la Seguridad y no en pocas ocasiones los ciudadanos han escogido restringir su Libertad en función del incremento (o al menos, una sensación de incremento) de su Seguridad. Los regímenes totalitarios o fascistas (muchos de ellos originados en elecciones democráticas) han sido un claro ejemplo de lo anterior.
Por mucho que Fukuyama haya creído que sería la Libertad el valor que se impondría en el siglo XXI, las señales que los individuos (especialmente en los países desarrollados, donde esa libertad se había conquistado más ampliamente) nos envían, eligiendo claramente lo opuesto: menos libertad, pero más seguridad, dan cuenta, al menos en parte, de la falacia implícita en su tesis.
Muchos ciudadanos, al parecer hoy, más que a transitar libremente entre países o convivir cotidianamente con productos o individuos extranjeros, aspiran a que se les asegure el trabajo, el acceso a salud, a vivienda, a educación, etc. Paradójicamente justo (con estándares mínimos, quizás) lo que los regímenes socialistas ofrecían.