La pregunta sobre si es posible o no enseñar a emprender es antigua, interesante y legítima. Durante los últimos años ha ganado renovada vigencia, especialmente debido al evidente incremento de cursos, talleres, bootcamps y programas universitarios que postulan formar “los emprendedores del futuro”. Pero en esta discusión, que suele teñirse de voluntarismo o romanticismo, parece no haber suficiente claridad respecto a una distinción clave: enseñar emprendimiento no es lo mismo que formar emprendedores.
Confundir estos conceptos equivale a sostener que un curso de filosofía sirve para producir filósofos. O que todos los niños que participan de una academia de fútbol desarrollarán el potencial de llegar a ser futbolistas profesionales.
En múltiples disciplinas es posible observar una clara distinción entre quienes enseñan y quienes ejecutan. A través de la historia han existido incontables grandes directores técnicos de fútbol que no fueron deportistas de excelencia o incluso que nunca llegaron a jugar profesionalmente, y a su vez, ídolos de dicho deporte que fracasaron estrepitosamente como entrenadores. Lo mismo ocurre en la música, la pintura, la arquitectura o la literatura: excelentes docentes que nunca brillaron como artistas y, en sentido inverso, artistas de gran prestigio incapaces de transmitir sus conocimientos. Por lo tanto, no debería resultar extraño que alguien pueda enseñar emprendimiento sin haber fundado una empresa exitosa, o que muchos emprendedores notables carezcan de habilidades pedagógicas o que, más allá de desarrollar charlas «motivacionales», sean incapaces de transmitir sus experiencias en una forma que resulte de utilidad para otros que aspiran seguir sus pasos. La enseñanza y la práctica son dos cosas distintas. Y el emprendimiento no escapa a esa lógica.
Desde mi experiencia, luego de más de dos décadas vinculado al mundo empresarial y los últimos 10 años dedicado a la docencia, puedo afirmar que enseñar requiere habilidades distintas a las del emprender. La experiencia práctica aporta valor, sin duda, pero no sustituye las competencias pedagógicas que permiten facilitar procesos de aprendizaje significativos.
Esto no implica subestimar la relevancia de los emprendedores en contextos formativos, sino asumir que su rol es complementario. El desafío para quienes enseñamos emprendimiento es diseñar experiencias que desarrollen habilidades transferibles: pensamiento creativo, tolerancia a la incertidumbre, formulación de propuestas de valor, trabajo colaborativo, planificación, comunicación persuasiva y resiliencia, entre otras. Se trata de construir capacidades útiles más allá de la creación de una empresa en particular.
Enseñar emprendimiento, entonces, no equivale a formar empresarios. Significa, más bien, fomentar un conjunto de competencias y actitudes que pueden ser aplicadas en diversos contextos. Un científico que busca nuevas soluciones, una funcionaria pública que diseña políticas innovadoras o una docente que transforma su aula mediante metodologías activas, todos se benefician del enfoque emprendedor sin necesidad de iniciar un negocio. Pretender que la universidad forme emprendedores en serie —como clones de Steve Jobs— no solo es ingenuo, sino metodológicamente incorrecto. Los emprendedores y emprendedoras surgen de una combinación compleja de factores: experiencias, contextos familiares, capital social, acceso a redes, exposición al riesgo, ensayo y error y, a veces también, una importante cuota de azar. La educación formal puede ser un elemento más en ese proceso, pero no es ni el único ni el más determinante.
En este sentido, el verdadero aporte de las universidades al ecosistema emprendedor se puede jugar más en los ámbitos de la investigación y la vinculación con el medio que desde la docencia. Desde la investigación se genera nuevo conocimiento sobre procesos de innovación y se incuban soluciones que pueden derivar en emprendimientos. A través de la vinculación se articulan redes, se accede a desafíos reales, se crean oportunidades de mentoría y espacios para la experimentación. Ahí es donde las universidades pueden marcar una diferencia real.
Sin perjuicio de lo anterior, diversos estudios sí han documentado los efectos positivos de la enseñanza del emprendimiento en la percepción y confianza de los estudiantes. Según el Global Entrepreneurship Monitor, los jóvenes que reciben formación en esta área tienen un 27% más de probabilidades de manifestar intenciones emprendedoras que quienes no la reciben. Pero esa intención no necesariamente se traduce en acción ni mucho menos en éxito. De hecho, un informe de la Kauffman Foundation muestra que la edad promedio de los fundadores de startups de alto crecimiento en Estados Unidos es de 45 años. Es decir, el mito del emprendedor joven y universitario como motor de la innovación no resulta consistente con los datos.
Esto nos lleva a otro punto relevante: enseñar emprendimiento no garantiza que los estudiantes vayan a emprender. A veces ocurre lo contrario. En contextos donde se imparten numerosos cursos sobre el tema y se expone intensamente a los estudiantes a los riesgos y dificultades del proceso, puede desarrollarse una conciencia más aguda de los costos y fracasos asociados al emprender, lo que reduce su disposición a hacerlo. Esta “paradoja de la sobreinformación” puede explicarse por el efecto Dunning-Kruger: las personas con menos conocimiento tienden a sobrestimar sus capacidades, mientras que quienes comprenden mejor la complejidad del fenómeno se vuelven más prudentes.
Nada de esto niega el valor de enseñar emprendimiento. Por el contrario, lo reafirma. Siempre que comprendamos que su propósito no es producir emprendedores en serie, sino personas más preparadas para enfrentar la incertidumbre, resolver problemas y generar valor en sus respectivos entornos. Personas que, eventualmente, podrán emprender si así lo deciden, pero que también estarán mejor equipadas para innovar desde organizaciones, comunidades o instituciones.
Por lo tanto, enseñar emprendimiento no tan solo es posible, sino que también necesario y tiene un enorme valor. Pero, insistimos, esto no es lo mismo que formar emprendedores. Y si entendemos bien esa diferencia, podemos liberar a las universidades de una presión innecesaria (la de producir empresarios exitosos) y asignarles un rol mucho más pertinente y estratégico: el de contribuir desde el conocimiento y la experiencia a que más personas, en distintos ámbitos, piensen y actúen de manera emprendedora.
La formación de emprendedores, como proceso vital, no se imparte: se provoca, se acompaña y se facilita. Pero nunca se garantiza. Lo contrario es vender humo.
Y para eso, en nuestro ecosistema emprendedor ya hay suficientes.