Estudiantes v/s Clientes

por | 26 mayo, 2025

Es un hecho indesmentible que todas las universidades chilenas —públicas y privadas— conciben hoy a su alumnado en una doble dimensión: como estudiantes y como clientes. Esta última condición, aunque incómoda para muchos docentes y directivos, es difícil de negar. Basta con observar que todas las instituciones implementan sistemas de evaluación docente donde los alumnos califican a sus profesores. Esa simple práctica, más propia del mundo del retail o los servicios bancarios u hoteleros, instala una lógica donde el estudiante no solo aprende, sino que también “opina sobre el servicio”.

Hay universidades donde los alumnos son considerados 90% estudiantes y 10% clientes y otras donde la proporción es exactamente inversa. He trabajado en ambas y también en otras tantas que se ubican en distintos puntos dentro de ese espectro.

¿Hay algo malo en esta doble condición? No necesariamente.

En una sociedad donde las lógicas del consumo han permeado casi todos los espacios de la vida social, no resulta extraño que el mundo universitario también adopte la estructura cliente/proveedor. De hecho, esa visión ha impulsado mejoras reales: más atención a la experiencia de los alumnos, revisiones curriculares, cambios metodológicos, sistemas de apoyo y mejor infraestructura. Nadie en su sano juicio podría considerar negativo ese progreso.

Una mirada virtuosa permitiría aceptar esta dualidad, siempre que los alumnos ejercieran derechos como clientes y obligaciones como estudiantes. El problema aparece cuando esa frontera se borra y, en no pocos casos, desaparece. Porque en muchos entornos académicos —y desde la propia mirada de las familias— los alumnos son considerados solo como consumidores de servicios educativos. Bajo esa óptica, su “contrato” con la universidad se resume a pagar el arancel y asistir a clases. Todo lo demás, incluyendo el aprendizaje, parece accesorio.

¿Y dónde queda el aprendizaje?

Fuera de la ecuación.

Una anécdota lo ilustra mejor. Hace algunos años, haciendo clases de marketing en una carrera de Ingeniería Comercial, comencé el semestre con una pregunta informal, solo para calibrar expectativas:

—“Si hoy les dijera que aprobarán este ramo con nota 5.0 sin venir a clases, sin pruebas ni trabajos, ¿cuántos aceptarían?”

La mayoría —entre un 70% y un 80%— levantó tímidamente la mano. Es decir, un altísimo porcentaje prefería no aprender nada si podía garantizar su nota.

El argumento era simple:

—“Pero, profe, si ya sé que voy a aprobar… ¿para qué vendría?”

La respuesta obvia —“para aprender”— no parecía tener mucho peso en esa lógica costo-beneficio. ¿Para qué invertir tiempo y esfuerzo en algo que no es requisito para el certificado final?

Ese es, quizás, el síntoma más preocupante. En algunos contextos, aprender se ha transformado en un daño colateral aceptable del proceso de titulación.

Recientemente, un director de carrera me dijo sin pudor: “Para nosotros, el mejor profesor es del que no sabemos nada durante todo el semestre”. Es decir, el ideal no es quien sabe más o enseña mejor, sino el que no genera ruido. El que no complica demasiado. El que no incomoda.

En ese escenario, lógicamente, una docencia exigente, con retroalimentación honesta y altas expectativas, tiene cada vez menos espacio. Porque uno de los reclamos más frecuentes de los estudiantes es: “El profesor no reconoce mi esfuerzo”. Es decir, aunque el resultado sea malo, se esperaría que se premie la intención.

Una especie de “pedagogía del mérito emocional”, donde lo importante no es lo aprendido, sino lo que costó intentarlo.

Esta discusión sobre si los estudiantes son también clientes no es estéril, pero sí incompleta. El problema no es aceptar esa doble condición, sino lo que estamos dejando fuera del contrato. Cuando las universidades priorizan la satisfacción por sobre la formación, cuando los estudiantes entienden su paso por la educación superior como una transacción más que como un proceso de transformación y cuando los profesores son valorados por su capacidad para evitar conflictos antes que por su calidad docente, entonces algo se ha roto.

La pregunta ya no es si los alumnos son o no son clientes. La pregunta es: ¿Cuál es el servicio que les estamos ofreciendo?

Porque si el aprendizaje no fuera el producto, entonces quizás lo único que estamos vendiendo es el envoltorio. Y, como cualquier envoltorio, tarde o temprano terminará en la basura.

Deja un comentario