La Romantización del Fracaso

por | 16 mayo, 2025

En el ecosistema emprendedor contemporáneo, la palabra fracaso ha adquirido un nuevo sentido e incluso una nueva forma. Hoy, al fracaso ya no se le oculta, ya no se le lamenta en silencio. Al contrario, se exhibe. Se lo glorifica. Se lo convierte, incluso, en contenido. En publicaciones de LinkedIn con fotos en blanco y negro mirando al horizonte, en hilos de Twitter con emojis estratégicamente ubicados, en reels de Instagram que, con música épica de fondo, relatan cómo la quiebra fue en realidad un regalo del universo.

Hoy, fracasar vende. Pero no el fracaso real, ese que duele y paraliza, sino su versión editada, curada y cargada de coaching. “Fracasa rápido”, “Fracasa barato”, “Fracasa mejor”: slogans que se repiten en conferencias, talleres y libros de autoayuda disfrazados de metodología empresarial. El fracaso se convirtió en un mantra. Una especie de ritual de iniciación para entrar al exclusivo club de quienes supuestamente están destinados a cambiar el mundo con sus ideas.

Pero, ¿qué hay realmente detrás de esta romantización del fracaso?

Primero, pongamos algo sobre la mesa: fracasar es una mierda. No hay forma elegante de decirlo. Fracasar no inspira, no fortalece automáticamente ni te convierte en mejor persona. A veces, simplemente te deja en la ruina. Con deudas, ansiedad, relaciones rotas y una autoestima agujereada. Y eso, por mucho filtro de Instagram que le pongamos, no se transforma en virtud por decreto.

Sin embargo, vivimos en un contexto donde todo debe poder transformarse en oportunidad. Incluso el colapso emocional. Porque si no estás “aprendiendo”, entonces estás estancado. Porque si no compartes públicamente tu “lección” tras fracasar, entonces algo hiciste mal. Como si además de haber caído, tuvieras la obligación moral de convertir tu tropiezo en storytelling con moraleja.

No es casualidad que esto ocurra en tiempos donde el discurso emprendedor se ha impregnado de un optimismo casi religioso. Uno que excluye cualquier mirada crítica sobre el sistema económico que empuja a muchos a emprender no por vocación sino por necesidad. Uno que convierte la precariedad laboral en “independencia”, el desempleo en “autonomía” y la informalidad en “libertad”. En este escenario, fracasar no es una posibilidad, es casi un deber. Porque si no fracasas, ¿cómo vas a construir tu relato de superación?

El problema de este enfoque no es solo su superficialidad, sino su sesgo. Porque los que logran levantarse tras un fracaso (generalmente, muy pocos) lo hacen, muchas veces, no por lo aprendido, sino porque contaban con red de apoyo, capital, tiempo, salud mental. Es decir, recursos. Recursos que la mayoría no tiene. No todo fracaso es igual. No todo error es una semilla de éxito esperando germinar. Y no todos quienes caen pueden volver a ponerse de pie.

En ese sentido, esta romantización del fracaso actúa como una trampa. Una que impide reconocer que muchas veces lo que lleva a cerrar un negocio no fue una mala gestión, sino un mercado saturado, una política pública ausente o un sistema económico que privilegia a unos pocos. Pero admitir eso sería romper con el mito de que “todo depende de ti”. Sería incomodar a los gurús motivacionales que venden libros con fórmulas mágicas. Sería dejar de repetir la anécdota de Edison y su ampolleta para aceptar que, muchas veces, una pared no se puede derribar a cabezazos.

El riesgo de este discurso es que desactiva la crítica. Si todo fracaso es aprendizaje, entonces no hay espacio para cuestionar las condiciones que lo generan. Si todo error es una oportunidad, entonces no hay por qué cambiar las reglas del juego. Solo debemos seguir intentando. Una y otra vez. Aunque eso implique hipotecar el futuro en nombre de una promesa que, para la mayoría, nunca se cumple.

Esto no significa que no haya lecciones en los fracasos. Claro que las hay. Pero no por el simple hecho de haber fracasado, sino por lo que uno puede —si es que puede— llegar a hacer después. El aprendizaje requiere tiempo, reflexión, apoyo. Y, sobre todo, margen de error. Algo que no todos tienen. De hecho, muchos ni siquiera tienen margen para intentarlo.

Por eso, cuando veas al próximo “emprendedor resiliente” relatando su épica caída seguida de un exitoso crowdfunding, pregúntate cuántos recursos invisibles hubo detrás de ese rebote. Y recuerda que por cada historia de superación publicada, hay cientos de historias que no llegaron a escribirse. Porque nunca hubo una segunda oportunidad. Porque los recursos que estaban disponibles para algunos, no lo estaban para todos.

El fracaso no es una virtud. Es un evento. A veces útil. A veces devastador. Pero siempre real. Y como tal, merece ser tratado con honestidad, no con glitter o brillantina.

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