Es curioso esto de la modernidad. La interacción digital. Los amigos virtuales. Los seguidores en red, que casi siempre son sólo un número, rara vez, una comunidad.
Tengo un amigo, que cada vez que le preguntan si hace frío, consulta inmediatamente la aplicación de su iphone, antes de dar una respuesta.
Hoy, ya no abrimos la ventana para estimar, a partir de la cantidad de nubes en el cielo, de la luminosidad del sol o de la sensación ambiente, si hace frío o no. Hoy consultamos nuestro iphone.
Lamentablemente, el ejemplo anterior no se limita exclusivamente a nuestra capacidad de predecir el clima (asunto bastante complejo, por lo demás) sino que se aplica a variados aspectos de nuestra cotidianidad.
Hoy, si nos sentimos enfermos, googleamos nuestros síntomas para establecer de forma inmediata cuál es nuestro diagnóstico y en muchos casos también, cuál es nuestro tratamiento indicado.
Hoy, si vamos a establecer un contacto comercial, buscamos en internet todos los posibles vínculos asociados a dicha persona o institución, con la finalidad de que llegado el momento de la reunión en que vamos a realizar la primera interacción, ya tenemos determinada de antemano nuestra opinión y juicio respecto a su eventual propuesta.
Hoy, para ser sinceros, ya no existen las citas a ciegas. Nadie llega a ciegas a conocer a quien podría ser el amor de su vida.
Si previamente no lo hemos contactado a través de los numerosos portales que permiten este tipo de encuentros, sólo con saber el nombre del prospecto/a en cuestión, podremos –búsqueda mediante- establecer claramente cuál es su perfil de intereses, actividades regulares, track record de parejas anteriores, etc. Y si uno es exhaustivo, incluso su DICOM para no tener sorpresas respecto de su actual situación financiera.
Hoy vivimos en un mundo híper-conectado y de híper información.
Ya nada parece sorprendernos. Todo lo que nos ocurre queda inmediatamente registrado en las redes y todo aquello que somos o hemos sido, parece estar disponible para quien quiera saberlo.
Yo prefiero vivir aquello que relató Jorge González en 1984, esperar un invierno cálido y sin saber por qué, congelarme.