La semana pasada, en una de mis actividades docentes habituales, me tocó revisar proyectos de campaña que estudiantes de Publicidad estaban desarrollando para un concurso creativo. El cliente, un banco nacional, requería propuestas para el próximo lanzamiento de una tarjeta de débito dirigida específicamente al segmento adolescente.
¿El encargo? En lo fundamental, dar a conocer esta tarjeta no solo como un medio de pago, sino una como una potente herramienta de “educación financiera” para estos jóvenes en lo que debiera ser, muy probablemente, su primer contacto con el mundo de la gestión del dinero.
Por supuesto, mis alumnos, en su esfuerzo por cumplir con las expectativas del cliente, abrazaron sin cuestionar el concepto de “educación financiera” como si fuera el santo grial de la industria bancaria. Todas las propuestas que revisé repetían “educación financiera” por aquí, “educación financiera” por allá… en una forma que solo podría describirse como un conjunto de ideas sin fondo.
Así que cuando nos reunimos en clases, no pude evitar preguntar: “¿Alguien podría explicarme qué es exactamente esa ‘educación financiera’ de la que tanto hablan?”.
Les pedí que definieran en sus propias palabras lo que parecía ser la piedra angular de sus propuestas. Y, como era de esperarse (y no los culpo en absoluto), ninguno fue capaz de ofrecer una explicación coherente. Al fin y al cabo, ¿quién puede dar sentido a una expresión que suena no tan solo hueca, sino que también hoy posee una profunda carga ideológica?
Existen dos grupos predominantes que son los que con mayor frecuencia utilizan y -en la pasada- tratan de imponer esta idea de la “educación financiera”.
Primero, una cierta elite política y empresarial que, luego de verse impedida de poder sostener que “los pobres son pobres porque no trabajan o no se esfuerzan demasiado” ahora (habiendo debido asumir lo que es obvio, que la gran mayoría de la gente que es pobre sí trabaja y sí se esfuerza) teorizan con que la razón de su pobreza ya no es su flojera, sino el hecho que “no saben manejar su dinero” o, lo que es lo mismo, que “les falta educación financiera”.
¿Conveniente, no?
Y luego tenemos a los “gurús” de YouTube y consultores financieros con sobre consumo de gel para el pelo, quienes, posando delante de autos de lujo (que no son suyos, claro) buscan vender “cursos de educación financiera” mientras lucen trajes que les quedan, digamos, un par de tallas demasiado pequeños.
Estos cursos, programas o asesorías coquetean peligrosamente con lo que conocemos como esquemas piramidales. Sí, las mismas estafas que, casualmente, luego se organizan en torno a los mismos que tomaron sus cursos.
En un país donde el 84% de la gente no entiende lo que lee y más de la mitad de los adultos es incapaz de realizar operaciones aritméticas simples sin la ayuda de una calculadora, ¿de verdad alguien puede sostener que el problema del sobre endeudamiento se resuelve enseñando a calcular el interés compuesto o a leer estados financieros de empresas en bolsa para que luego puedan construir «informadamente» su portafolio de inversiones? ¡Por favor, seamos serios!
Hace poco, un estudio reveló que el 64% de los chilenos no llega a fin de mes. A nivel mundial, esta cifra es del 37%. Los defensores de la “educación financiera” tienden a sostener que se esto se debe a una falta de competencias en la administración de sus finanzas personales. Claro, eso es más fácil que aceptar que el problema tiene su origen, fundamentalmente, en los bajos salarios percibidos. Como indica la Encuesta Suplementaria de Ingresos (ESI): en 2022, la mayoría de la población ocupada ganaba en nuestro país solo entre $400.000 y $500.000 pesos líquidos mensuales.
Todo indica que detrás del uso recurrente de esta idea de “falta de educación financiera” hay un profundo sesgo ideológico que facilita evitar un cuestionamiento a las condiciones económicas que empujan a las personas a endeudarse para sobrevivir. Por un lado, los adultos responsables de sus familias que deben financiar su canasta básica con crédito y, por el otro, a la construcción de un modelo de sociedad (representado en esos mismos autos de lujo y trajes ajustados) donde los adolescentes, en su primer contacto con el crédito, ven en el consumo inmediato -muchas veces de bienes suntuarios- una forma de suplir vacíos afectivos o de alcanzar el reconocimiento y/o la validación social.
Pensando en apoyar a esos jóvenes, tal vez la única “educación financiera” que debiéramos promover es un cambio cultural que les permita comprender que consumir no es sinónimo de éxito y, mucho menos, el camino hacia la felicidad.
Si en verdad queremos “educarlos financieramente”, partamos por ahí.